Confinados en el cielo del prepirineo de Catalunya, los picos del Pedraforca se ciernen majestuosos como dos tijeras. Más conocidos informalmente como, 'las tetas', son un emblema para los catalanes, lugar que todo buen nativo ha visitado alguna vez en su vida.
Hace una semana subí con mi padre y tres tíos míos este monstruo de piedra. Caminos estrechos por un espeso bosque dan paso a la Tartera, una cascada de rocas que en invierno se convierte en una perfecta pista de esquí para masocas, precedida por una subida infernal, para llegar a un pezón de roca donde el viento sopla tan fuerte que como no te pegues la gorra a la cabeza, sale volando. Y tú sales volando con ella.
¡Las cosas que tiene esta montaña dejada de la mano de Dios! (a parte de un montón de raíces, rocas afiladas, senderos traicioneros, mojitos y un dolor de rodillas insoportable). Aún siento el recuerdo de la insolación, el dolor en las articulaciones, las agujetas en las pantorrillas al bajar las escaleras de casa, el mareo y el jadeo de búfalo desbocado de mi padre, que a los pocos minutos de excursión ya dejaba ver un metro de lengua.
Rindamos homenaje a esta escultura natural con forma de tenedor, a sus miles de historias de escaladores que se han dejado la piel para subir y el culo para bajar, todo para tener la oportunidad se retener en sus manos, tan solo por un instante, la esencia de los cielos del mundo.
